SOBRE LA OEA, SOMOZA, MADURO Y ORTEGA

Inauración de la XXIII sesión de la Organización de los Estados Americanos en el Olof Palme en junio 7 / 98 . Archivo de la Prensa

 

En la madrugada del 24 de junio de 1979 la OEA aprobó una resolución que pedía la renuncia del presidente de Nicaragua, Anastasio Somoza Debayle, quien con las mismas palabras que ahora utilizan Nicolás Maduro y Daniel Ortega, denunció “injerencia”, “violación de soberanía” e “intento de golpe de estado”.

Un poco más de tres semanas después, Somoza emprendía el exilio junto a los más allegados de su régimen.

Hoy 10 de enero de 2019 vimos en la OEA una condena similar contra el dictador venezolano Nicolás Maduro. Es una fecha histórica y de especial significado para los nicaragüenses. Primero, por ser el 41 aniversario del asesinato del director del diario La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, magnicidio que precipitó la insurrección popular contra el somocismo y, segundo, porque después del repudio contra el desvergonzado régimen venezolano, mañana le toca el turno en el banquillo de los acusados de la OEA al sanguinario gobierno Ortega-Murillo.

La ampliamente reconocida ilegitimidad de Maduro, el mismo día que inauguró su segundo período presidencial, crece a cada minuto. Hoy también Paraguay rompió relaciones con Caracas y Perú llamó a su embajadora. La pregunta es ¿cuánto tiempo le tomará al Sr. Burro Maduro salir disparado hacia el exilio como Somoza? y… ¿cuánto le tomará a Ortega seguirle los pasos?

La votación de hoy contra Venezuela presentó algunos puntos de interés. El Salvador, por ejemplo, se abstuvo. Justo cuando su presidente, el exguerrillero del FMLN, Salvador Sánchez Ceren, se hallaba en la toma de posesión de Maduro y había declarado al llegar a Caracas que Venezuela “es un modelo” para el continente.

Más aún, el embajador salvadoreño Carlos Calles, quien acaba de asumir la presidencia del Consejo Permanente de la OEA, lo más que pudo hacer por Maduro es abstenerse. No se atrevió a votar a favor.

El anterior presidente del FMLN, Mauricio Funes, justamente se encuentra refugiado en Managua bajo la protección de Daniel Ortega porque la justicia salvadoreña lo busca por corrupción.

Por otra parte, el apoyo de los países del Caribe anglófono se le ha resquebrajado al régimen de Venezuela. De los 13 países de esa región, incluyendo a Belice, solo tres votaron a favor de Maduro. Cuatro votaron en contra, cinco se abstuvieron y uno estuvo ausente. Esto puede tomarse como un indicio favorable de que a Ortega mañana le irá por el estilo.

Finalmente, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que de previó rehusó a adherirse al Grupo de LIma en su llamado a Maduro para que renuncie, tampoco favoreció hoy a Venezuela y se abstuvo. El representante mexicano leyó un discurso extraño, con frases como «no vayan a pensar que..» y al final solo balbuceó lo mismo de la no injerencia, etc.

AMLO, a mi ver, puede convertirse en un factor de negociación con los regímenes de Venezuela, Nicaragua y Cuba para tratar de darles oxígeno y evitar su desaparición. O sea, por favor, no hay que quitarle la vista a este señor.

Un lunch americano

Republican U.S. presidential candidate and former Florida Governor Jeb Bush acknowledges supporters while formally announcing his campaign for the 2016 Republican presidential nomination during a kickoff rally in Miami, Florida June 15, 2015. REUTERS/Carlo Allegri

Republican U.S. presidential candidate and former Florida Governor Jeb Bush acknowledges supporters while formally announcing his campaign for the 2016 Republican presidential nomination during a kickoff rally in Miami, Florida June 15, 2015. REUTERS/Carlo Allegri

 

Mi querida hermana Ana María me ha solicitado un nuevo Cuento Floridano para mi blog. Aquí va y, además, tiene actualidad. Un gran beso y abrazo hermana.

Fue cuando almorcé con Jeb Bush. Era el año 1994 y el tercer hijo del expresidente de Estados Unidos, George H. W. Bush y su esposa Barbara, estaba compitiendo con el demócrata Lawton Chiles por la gobernación de la Florida en unos comicios super reñidos que finalmente Jeb perdió por menos del 1,5% de los votos.

Fuí a entrevistarlo en su oficina del Grupo Codina no muy lejos de Coconut Grove y me recibió con sencillez y jovialidad, preguntándome si había almorzado. Yo le ofrecí una negativa tímida, él dijo que tenía hambre, se fue por unos minutos y reapareció con dos sandwichs de pavo, dos sodas de lata y dos bolsitas de chips.

Venía malabareando toda esa carga, le ayudé un poco y nos sentamos a comer y hablar en una mesa con sombrilla frente a la oficina.

Aquel episodio poco significante bastó para que los Bush tuvieran siempre mi voto y mi admiración, más allá de que la idea del “consevadurismo compasivo” por algún tiempo entusiasmó mis cabilaciones políticas y me asignó un puesto en la gama de las ideologías que conforman el imperio.

Hasta hoy me fascina la idea de que un patricio norteamericano, un Bush, haya recibido al reportero de un diario hispano de Miami para hablar sobre su campaña para la gobernación y, creo, de paso practicó un poco su español.

John Ellis Bush (Jeb) se etableció en Miami en 1980 y se hizo socio del empresario Armando Codina, amigo de su padre e importante figura del Partido Republicano en el sur de Florida.

En la comunidad cubana, el señor Codina tenía peso político y sin duda estuvo detrás de muchos logros de los exiliados anticastristas y del propio Jeb. Pero tenían un estilo “suave” que los diferenciaba de otro tipo de politicos, sobre todo cubanos, de retórica más combativa.

A Codina puede acreditársele como el developer del oeste de Miami, en donde directa o indirectamente  desarrolló extensas áreas de terreno con colosales parques industriales y urbanizaciones.

Por otra parte, sí creo que Jeb llegó a Miami como un exiliado del éxito politico de su familia. Su padre y su hermano mayor fueron presidentes pero él siempre mantuvo la reputación en todo el país de ser “el más inteligente” del clan. En el Miami cubano, con su esposa mexicana, Columba, educó a sus hijos y construyó una imagen, ayudado por personas como Codina, hasta que por fin fue electo gobernador de Florida, varios años después de la derrota frente a Chiles.

Sin duda que John Ellis fue un gran gobernador. Nadie con buen juicio puede negarlo, así como nadie puede negar que brilló como candidato republicano a la nominación presidencial de este año, hasta que tuvo que poner fin a su aspiración tras el anímico resultado en las primarias de Carolina del Sur.

Ese bastión tradicional de los Bush esta vez dió la espalda a John Ellis en favor del empresario neoyorquino Donald Trump.

El hecho es que aún sin Jeb el proceso electoral en curso me tiene bien interesado, devorando día y noche noticias y comentarios sobre política. Cada día quiero más.

Sobre todo me interesa Trump. Él y Jeb son dos personalidades que representan ante mis ojos una dicotomía fascinante sobre algo aún más importante que la presidencia de Estados Unidos, el propio carácter de esta maravillosa nación que me ha acogido.

Digamos que el resto de candidatos republicanos de este año; Ted Cruz, Marco Rubio, Ben Carson (no John Kasich) me parece irrelevante. Puedo ver que Cruz y Rubio son personalidades vitrólicas que están viviendo sus 15 minutos (o seis meses) de fama, mientras que Carson es un narcisista que no desaparecerá hasta que se apague la última luz del escenario.

En todos los debates que ví antes de Carolina del Sur, Jeb fue el único candidato que habló con propiedad de los temas, incluso el único con un discurso sensato en medio de la contorsión o distorsión del pensamiento conservador norteamericano que busca inspiración en el legado de Ronald Reagan pero se deja secuestrar por el Partido del Té.

Sin duda, gente más inteligente que yo puede hacer toda una disección sociopolítica sobre esto que, sinceramente, nada tiene que ver con mi blog.

El hecho aquí es que los votantes norteamericanos no vieron ninguna inspiración en el “más listo” de los Bush o no quisieron verlo desde mi perspectiva. ¿Será que yo nunca podré tener demasiado de los Bush y que aquel sandwich de pavo con papitas me provocó una permanente indigestión política?

Puede ser porque soy un sentimental, pero definitivamente no lo es porque, en el fondo, hay algo de Donald Trump que me gusta y que nada tiene que ver con la inmigración o la xenophobia o el racismo. Y, seamos claros, Trump fue brutal contra Jeb, lo redujo a su más mínima expresión. Fue un espectáculo de “bullying” político pocas veces visto.

Me parece que “el Donald” es una especie de vengador del “Americano Feo” (The Quiet American, la novela de Graham Green sobre el inadecuado carácter del yanki prepotente durante la Guerra Fría). Lo veo además como un epítome caricaturizado del ‘excepcionalismo» de los Estados Unidos, con un desprecio pintoresco por la clase política e intelectual.

Trump es tan gringo que hasta creo que huele a la mostaza de un hot dog. Jeb en cambio es como el abogado Atticus Finch de “To Kill a Mockingbird” que encarna la ética y la moral en una sociedad nublada por el racismo institucional y que considera a Estados Unidos una intención del propio Creador del universo.

Son dos vertientes muy fuertes las que llevan dentro estos señores.

Y si Trump es la mostaza, Jeb sería el propio bun del hotdog. ¿ Y la salchicha? El pueblo, me parece. “We the people”, como dice el preámbulo de la Constitución.

Durante su campaña, Jeb se esmeró en sentarse a comer con todo tipo de gente, en Iowa, New Hampshire, donde fuera, así como almorzó conmigo hace 22 años en Miami; un estilo de política típica del Midwest. A Trump nunca lo van a ver en esas porque es un populista encarnado en la “nueva economía”.

Un magnate célebre no necesita ir a comer con la gente, solo debe brillar como el oro, como la promesa de un valor que no necesita sofismas. Su lenguaje no es vulgar como trasluce sino que de autosuficiencia y el pueblo americano lo entiende a la perfección. Es el gringo con todas sus herramientas, listo a componer el techo de su casa.

En el reparto final de los papeles en esta comedia, a Trump le corresponde el de resentido social y, sí, a Jeb el de niño bien criado.

Yo, en realidad, siempre seré “bushista”. En un futuro no muy lejano a lo mejor podré apoyar el hijo de Jeb, George Prescott Bush Guernica, quien tiene 39 años y ya empezó su carrera política en Texas. Pero también quiero ver hasta dónde llega Trump aunque, aquí lo juro solemnemente, nunca le aceptaría una invitación a almorzar.

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El campeón que nos queda

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Por fin encontré la foto en la categoría de imágenes históricas en Corbis, el incomparable servicio de archivos propiedad de Bill Gates. Por mucho tiempo la busqué, pero no la hallaba y hasta llegué a dudar que en realidad existiera.

Pero allí estaba, en blanco y negro en Corbis, nuestro gran Alexis Argüello, saludando con su bombín inglés en alto, sonriendo con gran camaradería, tal como era él, junto a su rival Jim Watt, días ante de su pelea del 20 de junio de 1981 en la Arena Wembly de Londres por el título mundial de los pesos ligeros.

Era tal como la recordaba. Una instantánea poco usual, una foto de promoción de una velada de boxeo que a mi me fascinó por la personificación bien clara que nos ofrece de “El Caballero del Ring”.

Eran los años en que Alexis, para el deleite del pueblo de Nicaragua, prestigiaba al boxeo mundial con una calidad de atleta y de ser humano de la que muy poco se había tenido noticia antes.

Watt, una leyenda escocesa digamos que al estilo de Braveheart, descendió a los infiernos durante 15 rounds frente al látigo nica y aquel tuvo que ser su último combate. Años después, la Reina Isabel II premió a Watt con aquella criticada, pero siempre bien apreciada medalla a la que llaman The Most Excellent Order of the British Empire (MBE).

El retiro de Alexis fue menos pomposo y, la verdad, hasta lamentable. El tricampeón mundial fue electo alcalde de la muy sufrida ciudad de Managua en el 2008. En realidad, lo que más pudo lograr Alexis por los managuas no fue como alcalde, sino como boxeador. Nos hizo olvidar un poco la espantosa tragedia del terremoto de 1972 que decapitó sin piedad a nuestra querida capital.

El partido sandinista, en elecciones discutidas, lo convirtió en edil, un laurel más bien marchito que nada aportó a las glorias que cosechó Argüello como figura legendaria del ring.

Allá por 1990, cuando como reportero de Diario Las Américas fuí al Centro de Convenciones de Miami Beach a cubrir una reunión de grandes del boxeo, a la que por cierto asistió Muhamad Alí, recuerdo que fuí a saludar a Alexis, cuando este ingresaba al recinto flanqueado por dos modelos promocionales, una rubia y otra morena. No alcanzó a estrechar la mano que le extendí porque, era obvio, las tenía bien ocupadas y allí mismo acepté el ademán sin despecho, como se le aceptan las faltas a los grandes.

Años antes sí disfruté personalmente de Alexis un par de veces en Miami, ya después de las dos peleas con Aaron Pryor, cuando el campeón hacía comentarios de boxeo, creo que para CBS, desde Atlantic City o Las Vegas.

Resulta que un publicista cubano de Coral Gables con el que tenía una pequeña relación de trabajo me solicitó que lo pusiera en contacto con Alexis para que protagonizara una campaña del que creo que fue el primer servicio de teléfono móvil en la región, Celular One.

Llamé al campeón, le recordé con entusiasmo que de joven jugué baseball con sus hermanos en predios del barrio Monseñor Lezcano, que después visité la casa de su padre, donde hasta llegué a cruzarme un par de “taconazos”,etc.

Y, a decir verdad, él se mostró grato conmigo y accedió a negociar un acuerdo con el publicista.

A los pocos días debutó la campaña que consistía en vallas en los autobuses y spots de radio y, sobre todo, en televisión.

“One, two, three, huh!, huh!”, decía Alexis soltando a sus puños en el comercial, para terminar anunciando que él bien recomendaba a Celular One.

Un día mi amigo publicista me llamó alarmado para decirme que Alexis se negaba a estar presente en la inauguración de una nueva tienda del servicio celular y que, por favor, hiciera lo posible por convencerlo.

Lo volví a llamar y me sorprendió que me atendiera. Pero fue claro en decirme, llamándome siempre “hermano”, como entre buenos nicas, que no perdiera mi tiempo porque estaba contratado para transmitir esa misma noche una pelea desde Altantic City.

El publicista tuvo que conformarse y desde entonces no me volvió a hablar.

Otra foto que conservo vívida es la de Alexis en la lona, creo que fue en la segunda pelea con Pryor. Era del diario oficial sandinista, Barricada. El titular a todo lo ancho vociferaba: “Otro Avión de la Contra que Cae”.

Me dolió mucho. Los sandinistas censuraron sin piedad todo lo relacionado al tricampeón porque entonces estaba en el bando contrario. Para ellos Alexis entonces solo era un “gusano”.

Y es que la política es como un ácido que corroe con envidia a los grandes astros porque ellos están por encima de las ideologías.

Yo nunca culpé a Alexis por hacerse militante de la facción sandinista de Daniel Ortega, sus razones o sin razones habrá tenido y solo le pido a Dios que eso no haya precipitado su salida de este mundo.

El desvencijado ring de la política nica siempre fue indecoroso para Alexis Argüello. Cuando un jerarca somocista le regaló un caballo de raza, después de conquistar su primera corona frente a Rubén “El Puas” Olivares, algún envenenado expresó en la prensa oficial que seguramente el caballo estaba mejor alimentado que él.

Así podemos ser de crueles, hasta el despedazamiento.

El Alexis que a mi me queda es el que ví erguirse cuando mi papá me llevaba a aquellas veladas boxísticas del viejo Estadio Cranshaw, frente a la Iglesia El Carmen de Managua, donde el “Flaco Explosivo” empezaba a distinguirse de la mediocridad de nuestro ambiente.

Después del consabido nocáut lo quedábamos viendo, admirándolo de lejos, con mucha fe en lo que somos, en la grandeza de Nicaragua, extasiados en la conciencia de que talvez no somos totalmente subdesarrollados.

Y, con frecuencia, las veladas del Cranshaw terminaban en batallas campales que nos obligaban a refugiarnos debajo del ring, viendo pasar los botellazos, los naranjazos, las sillas de palo y de latón catapultadas por borrachos y pendencieros.

Desde allí abajo seguíamos observando al ídolo, cubierto con la bandera de la patria, alejándose protegido por su gente de aquella vandalidad popular espontánea que, sin saberlo entonces, antecedía a los peores años de nuestra historia.

Fue en aquellos ratos, en aquellas extrañas noches del fragor boxístico nicaragüense, que el gran narrador Sucre Frech, con el corazón enfermo, pero siempre chispeante, popularizó la frase: “Alexis, muchacho loco, me vas a mataaaar”.

Nuestro gran campeón merece el homenaje de una Nicaragua unida, pero eso no es posible por ahora. Con toda su grandeza popular, Alexis no pudo contribuir a darnos el antídoto para nuestra desdicha. Sufrió, probablemente, de la soledad y la impotencia de nuestra raza, siempre tan cerca y tan lejos de las glorias de una gran nación.

El canal de Nicaragua: una estrella al final del agujero

 

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Por Horacio Ruiz Pavón

Erramos con frecuencia al analizar proyecto chino para construir un canal interoceánico en Nicaragua porque en muchas instancias seguimos pensando en los términos geopolíticos de hace 40 años.

China ya no es la gran potencia de la barbarie comunista y desde 1982 el Chairman Deng Xiaoping instauró una economía de mercado que reina en el mundo y, por lo tanto, desde el punto de vista del intercambio económico y financiero es el principal aliado estratégico de Estados Unidos.

“Los Estados Unidos no busca la contención de China”, afirmó el secretario de Estado John Kerry hace solo unos días en la Sexta Reunión Anual del Diálogo Estratégico entre ambos países en Pekín.

Kerry firmó acuerdos de cooperación con China en 300 áreas. Pekín ha prometido una gran apertura a las exportaciones de Occidente para el 2015 y Washignton espera el momento con ansia.

Se trata de una relación bilateral extremadamente compleja, con grandes contradicciones y temas de fricción muy fuertes como el ambiente, la flagrante y constante violación de los derechos humanos del estado chino, las rutas de tráfico marítimo, etc. Pero algo es bien claro entre los dos colosos, lo que menos desea China es que la economía estadounidense se vaya a pique. También sufriría. Por ejemplo, China tiene $1.300 millones de millones invertidos en bonos del tesoro estadounidense. (Solo con eso podría constuir tres canales en Nicaragua).

Las campañas militares de EE.UU. en Medio Oriente han sido posible en gran parte por la masiva inversión china en la salud financiera de Norteamérica. No existe antedecente de un traspaso de riqueza de una nación a otra como este.

Otro tema es Rusia y los instintos neo imperiales de Vladimir Putin. Se menciona que los rusos quieren participar en el proyecto nicaragüense y, de hecho, Putin, recientemente paró en Managua un par de horas, en ruta hacia Sudamérica, para hablar sobre este tema y otros asuntos de cooperación, en un hecho que muestra el fundamento de su política exterior; la improvisación.

El mensaje es que Nicaragua está de vuelta en la geopolítica mundial y, fantasía o realidad, el canal y su posición geográfica es otra vez su carta de presentación.

A diferencia del pasado, ahora a EE.UU., Rusia y China los une una preocupación por el terrorismo islámico y otros tipos de conflictos irregulares que han hecho mella en el mundo moderno, como el narcotráfico, la piratería, las fuerzas de paz o el control de armas de destrucción masiva.

Ucrania, Siria, Afganistán, Irán e Irak, Corea del Norte, son escenarios del ajedrez mundial en el que las tres potencias tienen fichas. La diferencia es una: China, aunque es un poder en el comercio, no tiene una flota de guerra a la par. De hecho y con perdón del Dalai Lama, el expansionismo global chino siempre ha sido predominantemente ideológico, no militar. Es un gigante confinado a su esfera de influencia natural y, más bien, ha sufrido en carne propia la patanería del imperialismo.

Pero hoy ninguna otra potencia mundial está en la capacidad de emprender una obra de las dimensiones del canal en Nicaragua.

La Corporación Estatal de Construcciones de China es el principal contratista de obras de ingeniería en el mundo, según la revista International Construction. Otras fuentes otorgan el título a la Corporación Ferrocarrilera China. El país también produce más de la mitad de todo el cemento que se consume en la Tierra.

Su obra maestra es la represa hidroeléctrica Tres Gargantas en el río Yangtse, el portento que más se asemeja a lo que sería la construcción del canal en Nicaragua. Su costo anduvo por los 30.000 millones de dólares y los ingenieros enfrentaron obstáculos derivados de la actividad sísmica, algo de lo que seguramente tendrían que ocuparse en el litoral nicaragüense del Océano Pacífico.

A manera de antecedentes, hay un par de datos de la historia china dignos de anotarse. El primer emperador, Qing, ordenó la construcción de un canal 240 años antes de Jesucristo. También, el Gran Canal de China entre Peking y Hangzhou, es el río artificial más grande del mundo y sus compuertas fueron fabricadas en el Siglo X, ¡hace más de mil años! Y no son muy diferentes a las que se instalaron en Suez y en Panamá. En junio de este año, la UNESCO incluyó esta obra antigua en la lista del Patrimonio de la Humanidad.

O sea, China tiene las credenciales técnicas y humanas, tiene el dinero y seguramente tiene, tendrá o podría tener el respaldo de Washington para emprender la construcción de un canal interoceánico en Nicaragua.

La embajadora de EE.UU. en Managua, Phyllis M. Powers, así como otros funcionarios estadounidenses han dicho que existe interés en los planes de construcción del canal y que inversionistas norteamericanos esperan conocer en detalle los estudios preliminares que, a solo seis meses del supuesto inicio de la construcción, no se conocen.

Y es en este punto donde crece la mayoría de las especulaciones; desde la protección del ambiente, hasta los cálculos para el retorno de la inversión.

Un canal interoceánico en Nicaragua capaz de permitir el paso de super cargueros y super tanqueros, aunque aún dista mucho de hacerse realidad, no es un dislate. Es un proyecto ambicioso que, en pocas palabras, puede definir al Siglo XXI.

China lo puede hacer realidad, a Nicaragua le conviene y lo necesita, pero hay una sensación de “trompo amarrado”, de sorpresa o engaño, que no termina de disiparse.

Lo triste, lo que no acaba de cuadrar en la mente de los que aman a Nicaragua, es que todo esto suceda en una situación políticia interna muy lastimosa. El presidente Daniel Ortega, poseído por todos los espíritus y subterfugios de los gobierno autocráticos y secretivos — incluyendo una Asamblea Nacional con políticos fantasmagóricos — hipotecó al país ante el empresario Wang Jing quien es como un “gallo tapado” del Comité Central del Partido Comunista Chino y del Ejército Rojo, poderes paralelos que rigen a la gran potencia asiática.

Seguro que hay razones para el secreto y la desconfianza. Estamos hablando de la mayor obra de ingeniería en la historia de la humanidad. Cualquier información falsa o verdadera es muy suceptible. Pero lo insoportable es ver a la élite del partido de gobierno negociando el futuro de un país sin una visión integral de patria.

Como que la democracia ha fallado estrepitosamente en Nicaragua. Desde la presidencia de doña Violeta Chamorro, que tomó el camino difícil pero necesario de la reconciliación nacional, el sandinismo ha tomado todas las ventajas. “Vamos a gobernar desde abajo”, dijo Ortega tras perder las elecciones de 1989 y así lo cumplió hasta volver oficialmente al poder por los votos.

Aprovechándose de una oposición incapaz y a menudo corrupta, Ortega, su esposa Rosario y sus más cercanos seguidores, se apoderaron de las instituciones de la república y gobiernan con mentalidad de pandilla o clan y no de institucionalidad.

Pero, al mismo tiempo, a Nicaragua se le acaba el tiempo para evitar el fracaso irreversible. Nuestro pequeño gran país ha estado sumergido en la miseria más de la cuenta. La educación y la salud públicas están por el suelo. No hay trabajo y la economía crece pero no lo suficiente como para superar el retraso.

Y en esas circunstancias se presenta el tema del canal que, sin duda, es una aspiración histórica de todo el pueblo de Nicaragua, no de un partido ni de una corriente política.

Los profesores de historia nos enseñaron que, desde la primera Exploración del Desaguadero del Río San Juan en 1535 (hace 480 años) el paso de un océano a otro a través de nuestro territorio ha sido el factor que mejor define nuestro destino como nación.

El orteguismo cometé el gravísimo error de no convocar a un gran diálogo nacional de concordia y entendimiento de carácter permanente para, a partir de allí, dar un sustento ya no solo institucional, sino que también cívico y moral, al proyecto del Gran Canal de Nicaragua.

Una obra de esta magnitud no puede ser pensada unicamente en términos de dinero, ganancia u oportunidades. Tiene que ser concebida desde lo más profundo del pueblo nicaragüense, sin que medien los instintos básicos de la clase política que ha demostrado ser extremadamente ineficiente.

De lo contrario, el canal puede llegar a construirse, muchos pueden embolsarse millones, pero tarde o temprano llegará el momento en el que los desposeídos de siempre, alimentados en parte por el resentimiento de aquellos que no puedan enriquecerse, pasarán la cuenta.

Ven, espíritu, ven

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En la imagen flamante del nuevo Papa Francis hay dos rendijas por las que se cuelan las críticas de los escépticos, por un lado se le echa en cara que, siendo el superior de los jesuitas en Argentina, no confrontó a la nefasta dictadura militar durante la Guerra Sucia y, por el otro, se le reprocha su postura conservadora en cuanto al aborto, el matrimonio gay o el uso de contraceptivos.

En la mente de millones de personas, incluso muchos cristianos, estas dudas en torno a la figura del Santo Padre, sobesalen aún por encima de su reputación como hombre entregado a la causa de los pobres, a la lucha contra la desigualdad creciente en las sociedades modernas y a su abierto reclamo dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica por su alejamiento, en no pocas instancias, de las enseñanzas de Jesucristo.

Es decir, cuando se debate si el nuevo sucesor del trono de Pedro es o no un reformista, no importa que se trate del primer jesuita al frente del rebaño, ni que el hombre haya quebrado muchas tradiciones en solo las primeras 48 horas de su papado, sino que tiene que tomarse en cuenta cómo Su Santidad se compara con la vida mundana de la mayoría de los seres humanos o las aspiraciones liberales de muchas personas que constituyen la opinión pública en el siglo XXI.

El Papa Francis, como lo dice una fiel en un blog publicado en The Washington Post, es una mezcla de la intelectualidad jesuita con la humildad franciscana y – yo le agregaría – también con la prudencia mariana que es el mejor sello del catolicismo.

Francis sin duda quiere acercar al Vaticano con las personas ordinarias, quiere que el milagro de la fé alcance sobre todo a aquellos que la han perdido ante los avances del materialismo, el hedonismo, la radicalización de las ideas y, en fin, la búsqueda estéril de una felicidad que ha dejado a Europa y al resto del mundo insdustrializado en una total desesperanza existencial.

Es en ese sentido que los católicos, practicantes o no practicantes, debemos fijar nuestras expectativas ante el ascenso del primer líder latinoamericano de una iglesia que, esperemos, ya ha tocado fondo y probablemente se encuentra dispuesta a encabezar un resurgimiento de la espiritualidad en el mundo.

Pero debemos ser bien humildes, reconociendo las flaquezas de nuestra humanidad. Hay muchas personas que llevan sus vidas con un alto sentido ético, pero no son religiosas. Hay muchos individuos maravillosos que por diversos motivos, personales o ulteriores, han sido desplazados a la orilla de la fe. En lo personal, deseo creer que Francis dirigirá gran parte de los esfuerzos de su reinado a presentar un mensaje incluyente y no exclusivo.

Para acompañar esa labor misionera de Francis, los católicos del mundo a la par de sencillos también tenemos que mostrar confianza en nuestra fe, no esconderla, ni traslaparla por temor a no ser modernos, por el contrario, pienso que debemos exhibirla con frecuencia y, para ello, tenemos que prepararnos mejor, afinando nuestra agudeza dentro de la perspectiva de las enseñanzas cristianas.

Confiemos en que ha llegado la hora de un retorno de la fe a sus orígenes, a los fundamentos de una iglesia que, no olvidemos, no es el Vaticano, ni su colegio cardenalicio, ni una congregación religiosa, sino que el propio cuerpo de Cristo, santo e incorruptible, por encima de todas las pasiones y las debilidades humanas. Así no los han enseñado y así tenemos que repetirlo.

La iglesia que ahora preside el Papa Francis es el centro irreductible de las enseñanzas del Maestro, el fruto visible y palpable del Espíritu Santo contra el cual no prevalecerán las puertas del infierno, según la promesa del propio Jesús.

En el complejo panorama de nuestro tiempo, este Santo Padre de verdad que tiene prestigio en todas partes, en la izquierda como en la derecha, entre moros y cristianos, por encima del cinismo y la trampa,  jamás ha condenado a nadie, a ningún grupo político o de orientación sexual, sino que tan solo ha dejado ver en claro cuáles son los límites de su iglesia.

El derecho a la vida es fundamental, así como lo es el derecho al amor pleno, sin conflictos. Aunque nos cueste mucho entenderlo, ante la vida mundana, la oferta de la fé es una vida plena. Y, como buenos pecadores, todos los días rechazamos esa oferta, solo para terminar entendiendo, tarde o temprano, que aún tenemos tiempo de aceptarla.

Así, mientras podamos, regocijémonos en la gracia de Dios ante este nuevo Vicario de Cristo que viaja en colectivo y rechaza manifiestamente el lujo, retando así, ante nosotros, a los aguijones de la carne que nublan nuestro entendimiento.

Un español sin complejos

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Se dice que es en Estados Unidos donde se está decidiendo el futuro del español como lengua de influencia y de peso en la globalización, pero yo no estoy seguro si el idioma de Cervantes puede sobrevivir en ese país sin el orgullo y el apoyo de los que lo hablan.

El director del Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha, hablando en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, México, dijo a principios de diciembre que “amplios sectores de Estados Unidos perciben al español como una lengua de inmigrantes, y no como una de excelencia y eso hace falta replantearlo”.

Claro que sí. La lengua de Castilla ha hecho avances en la cultura pop y en algunos círculos académicos, pero en el imaginario de los estadounidenses sigue siendo el idioma de braseros y empleadas domésticas, de trabajadores sin educación.

El problema es que los hispanoparlantes que vivimos en Estados Unidos, no importa nuestra condición socioeconómica, necesitamos adoptar una posición clara en cuanto a nuestra lengua materna. No podemos andar con medias tintas.

Como inmigrantes se nos exige esforzarnos por aprender y hablar inglés, que no solo es el idioma de la nación que nos acoge, sino también el más dominante de la Tierra.

García de la Concha, propone entre otras cosas tratar de elevar al español en los ámbitos de la tecnología y las comunicaciones. De hecho, ya el español es el tercer idioma más utilizado en el internet después del mandarín y el inglés, pero aún no termina de afianzarse en las universidades de los países más desarrollados como Alemania, Francia o Japón, ni siquiera en Estados Unidos.

Aún así, el nuestro es el idioma extranjero que más se habla no solo en EE.UU. sino en Reino Unido y Brasil.

Desde hace siete años, el castellano es asignatura obligatoria en las escuelas secundarias de Brasil, en donde España es la segunda nación extranjera con más inversiones después de EE.UU.

Aún en medio de la debacle económica española, todo parece ir bien a su idioma como lengua importante en la modernidad, pero su principal escollo creo que  somos los hispanoparlantes que a menudo mostramos un complejo de inferioridad frente al inglés.

Yo conozco a varios latinoamericanos que con franqueza opinan que sienten al inglés con más fuerza que al español y que, desde la síntesis, hasta la sintáxis, el idioma de Shakespeare es superior al de Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Calderón o Darío.

El inglés sin duda que seduce en gran parte por el éxito de las sociedades angloparlantes y su influencia cultural que, a menudo, es frívola e intrascendente.

El español, en cambio, es un idioma de tradición, de riqueza idiomática, de imaginación y creatividad, que ya ha predominado en el mundo, durante el imperio de los Austrias y la Conquista de América.

Si se revisa la historia, también el español está presente desde el nacimiento de Estados Unidos y, la realidad ahora pesa del lado que reconoce al gran país del Norte como una nación de confluencias culturales en el que la hispana es la más fuerte.

El bilingüismo de decenas de millones de hispanos en Estados Unidos es un capital humano enorme que trabaja activamente en favor de los intereses del imperio, ya sea en las elecciones presidenciales o en el campo de batalla en Afganistán.

Entonces, lo que nos queda a los hispanoparlantes es asumir una actitud no de inmigrantes sino que de participantes en los asuntos públicos del país, sin vacilaciones.

Solo de esa forma el futuro podrá decidirse en favor de nuestro idioma original, una lengua de grandeza y motivo de orgullo. No la podemos ver de otra manera.

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Tropezar con la misma piedra

Estirado sobre una tumbona en mi terraza de aquel hotel en Cancún, de cara al cielo estrellado sobre el Golfo de México, esa noche sentí con claridad que allí la vida casi se acabó una vez, hace 65 millones de años, y que el fin del mundo señalado para este diciembre, según interpretaciones del calendario maya, podría ser un reprise de aquel juicio final de los dinosaurios.

El meteorito que cayó a mediados de la era Mesozoica frente a la península de Yucatán fue un cataclismo cósmico que acabó con una buena parte de las formas de vida del planeta. Ese episodio de la vida geológica de la tierra, confirmado científicamente en 1970, siempre me ha fascinado.

De hecho, la tierra en sus 7.500 millones años de vida ha sufrido varias extinciones masivas de vida a causa de impactos de objetos celestes.

Quizás por eso no sea tan ridículo que aquella noche, en el escenario de la última hecatombe, yo tuviese una revelación o Epifanía, como un “flashback” de aquel bólido exterminador, a vuelo razante sobre el mar. A veces uno alucina lo que quiere, lo que llevamos en el inconsciente, y aquella noche insomne, en mi terraza del hotel Gran Meliá Cancún, seguramente se me antojó esa visión. Cerré lo ojos y ¡flash! miré el gran chispazo rasgando el firmamento de la noche.

Seguro que la pedrada cósmica que aniquiló a los saurios gigantes, rayó incandescente el firmamento antes de su detonación, tal como yo lo aluciné en panorámica y vívidos colores.

Pero todo fue de pronto, rápido y muy real. Enseguida entendí lo que aquello significaba y su relación con el lugar donde me encontraba.

Según los geólogos, la roca de 10 kilómetros de largo impactó a unos 320 kilómetros al oeste de Cancún y dejó un crater de 180 kilómetros de diámetro. El golpazo levantó olas de miles de metros de altura, provocó una lluvia ácida infernal, desató fuegos forestales pavorosos y reacciones volcánicas en cadena, pero sobre todo, marcó el fin del reino de los dinosaurios en el tope de la cadena alimenticia y dio paso al surgimiento de los mamíferos.

Aquella terraza en el quinto piso del hotel me llamó la atención desde un primer momento. La sensación que da elmar visto desde allí es de una belleza amenazante. Esa proximidad masiva y casi invasiva del océano en mi cuarto me provocaba todo el tiempo un sentimiento de resignada invalidez.

Pero mi mente andaba ocupada en otras cosas. Había llegado a Cancún por motivo de trabajo y más bien estuve ocupado con mis rutinas. Lo que menos podía pensar era que estaba muy cerca del Cráter de Chicxulub, la huella del gran impacto descubierta hace 42 años por buscadores de petróleo frente a Yucatán.

Ya había estado en Cancún antes pero jamás había relacionado ese balneario mexicano con la colisión extraplanetaria de hace 65 millones de años.

En fin, la verdad sea dicha, el calendario maya no se acaba en diciembre del 2012, va más allá según las nuevas averiguaciones arqueológicas y hasta parece ser infinito.

El misterio verdadero es cuándo nuestra planteta volverá a ser golpeado salvajemente por un asteroide, meteorito o cometa.

Pero lo que a mi más me interesa de estas conjeturas, no es otra cosa que poner de manifiesto el pequeño conocimiento que como sociedad tenemos del planeta en que vivimos. Y aún de nosotros mismos.

El otro día en el quehacer diario de la política en Estados Unidos miré que hicieron burla de un senador republicano de Miami que dijo que la tierra se había creado en siete días, como dice la Biblia, pero que también, dijo el senador, podían ser “siete períodos”.

Y entonces saltaron a la palestra los científicos de botiquín y empezaron a decir que los conservadores son retrogrados y oscurantistas, que Darwin debe ser enseñado en las escuelas y no lo que llaman “creacionismo” bíblico, etc. Está bien que en el debate de las ideas se mezclen tópicos como la religión y la ciencia, pero en realidad no aprecio para nada que el resultado de esas discusiones sea más confusión.

La verdad es que Darwin ordenó la biología con su teoría de la selección natural, pero jamás tuvo acceso a mucha información antes de publicar su célebre investigación El Origen de las Especies en 1856.

Ni siquiera conocía mucho sobre la pasada existencia de los dinosaurios, ni sobre la historia abierta de las capas geológicas de la tierra, ni sobre el intrincado grupo de genes de diferentes tipos de homínidos y criaturas ancestrales de los que, ahora sabemos, desciende la raza humana. Tampoco tuvo ni idea del genoma de los organismos, ni mucho menos de sus misterios, cada vez más intrincados. Y eso que es considerado como uno de los grandes hombres de ciencia de la historia.

Ateos, agnósticos o creyentes, en realidad vivimos en una época de mucha fragmentación del conocimiento en el que faltan pilares sólidos para sostenerlo en forma coherente y con respuestas concretas a los problemas fundamentales de la vida, de nuestro futuro como seres humanos.

Temo que un día despertaremos con una nueva pedrada celeste hacia nosotros sin ni siquiera saber con certeza de qué nos ha servido esto que llamamos civilización.

La prueba electoral

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El otro día en un restaurante salvadoreño cerca del centro de Miami nos encontrábamos almorzando tres colegas, todos demócratas y partidarios del presidente Barack Obama, excepto yo que aún en los ambientes más hostiles insisto en proclamarme como independiente, cuando la mesera, doña Carmen, una señora dulce a la que conozco y veo con cierta familiaridad desde hace varios años, se coló en nuestra conversación.

–     Hombre – comenté yo en medio de la charla -, en el 2008 voté por McCain, pero no puedo negar que  en estos últimos cuatro años me empezó a caer bien Obama.

–     Pues que le termine de caer bien porque es el que más vale. El otro (el gobernador Mitt Romney) es un empresario que mira de arriba para abajo, expresó Carmen con palabras bien marcadas.

–     ¡Qué bueno!, exclamó iluminada una de mis colegas, militante del partido del burro. Usted entonces votará por el presidente.

–     No, yo no puedo votar. Pero me cae bien, replicó la camarera con una triunfante humildad.

Se hizo un silencio en la mesa donde estábamos tres personas, los mismos de siempre, y doña Carmen fue por nuestras órdenes. Nadie comentó más y, apenas pudimos, comenzamos a comer en un silencio que yo rompí filosoficamente:

–     Déjenme decirles algo bien claro: el partidismo es la antesala de la intolerancia y el despotismo. Hay que tener cuidado.

Con esa frasesita improvisada le bajé el ánimo a mis compañeros, Jerry y Elaine, que entonces comenzaron otra charla, sobre lo mismo de siempre, el trabajo, el jefe, la prisa por regresar a la oficina, el ridículo de nuestras existencias, etc.

Unos días después viajamos a un país sudamericano para la reunión anual de nuestra organización y, ante la insistencia de mis amigos, los invité a mi habitación del hotel par ver por televisión el debate de los candidatos a vicepresidentes, el titular Joe Biden y el republicano, Paul Ryan.

Ambos llegaron con un ánimo incendiario, abucheando a Ryan a cada instante, amenazando con romper la televisión mientras hablaba, pero cuando le llegaba el turno a Biden, parecían sosegarse y si bien no asentían con lo que decía, al menos se les quitaba la alteración del ánimo que, apenas resurgía el joven candidato del partido del elefante, se apoderaba nuevamente de ellos en una forma que me molestaba, pero que supe mantener oculta, mostrando siempre cordialidad.

Al cabo de una media hora del debate, ya comidos y con un par de cervezas adentro, los tres nos aburrimos del debate y decidimos apagar la televisión e ir a dar una caminada.

La política de verdad que es como el deporte. Como que estimula el instituto de preponderancia de la gente. Yo nunca he sido así. La revelación a mi me tiene que llegar no por instinto sino que por convencimiento.

Al regresar a casa, mi hijo que es maestro y vive en New York, me llamó para pedirme que votará por Obama.

–     Hazlo por mi, papá. Él nos puede ayudar.

Pero la mamá del muchacho, que fue a votar temprano, me tiene montada una campaña para que vote por Romney.

–     Mi voto no es por mi hijo, es por el presidente que mejor puede servir a este país, alega la progenitora con un alto sentido del deber.

Entonces mi hija, Aylincita, la persona que más se parece a mi en su carácter, también me cuestiona.

–     ¿A quién vas a engañar, papá? Vos vas a votar por Romney, yo lo se.

Pero, claro, ella que es como yo, asegura que la independiente es ella, cuando yo se a la perfección que votará por Romney, como su mamá.

Y luego fui a una oficina de seguros a arreglar un asunto y una señora bien gorda, de la que he sido cliente por más de 20 años, me comenzó a hablar de lo peligroso que le parece un segundo período presidencial de Obama.

“Va a sacar todo lo que tiene de socialista, lo sé, eso viene y hay que evitarlo”, me dijo con una preocupación que era casi como un miedo auto provocado.

Creo que hasta he vuelto a fumar a causa de estas elecciones y del efecto que está causando en las personas.

En serio, me siento vulnerado en la intimidad por la elección de este martes 6 de noviembre, el día posterior a mi cumpleaños.

Siento que se ha metido en mi intimidad. Es motivo de discusión, a veces muy fuertes, con mi hermana, con mis cuñados, con mis hijos, con los compañeros del trabajo, con las personas de la familiaridad cotidiana, como Carmen, hasta con los insoportables activistas telefónicos que igual me interrumpen en el baño que en medio de la parte más placentera de mis cenas.

La verdad es que ninguno de estos candidatos me inspira, pero no dejaré de votar por eso. Mi corazón es republicano, conservador de centro, católico liberal, socialdemócrata, pero sobre todo independiente y, sí, me cae bien Obama. Si no voto por él me dará pesar, pero si voto por Romney me sentiré satisfecho, aunque sea mormón, aunque nada me una a su persona, a diferencia de Obama, con quien me identificó por su etnicidad, por el color de su piel, más oscura que la mía, pero por allí.

Esta elección para mi ha sido la más difícil, ¿seré capaz de votar por alguien con quien no tengo ningún punto de contacto?, ¿seré tan independiente como digo o más bien un poco parecido a los demás?

Ya lo contaré en una semana.

Mi vida olímpica

Tenía nueve años cuando por primera vez me cautivó una Olimpiada. Fueron los XIX juegos en Ciudad de México, en 1968, la única oportunidad en que un país latinoamericano ha servido de anfitrión, en un año aciago para Estados Unidos por los asesinatos de Martin Luther King, Robert Kennedy y la salvaje matanza de My Lay en Vietnam.

Aquellos fueron los primeros juegos que se transmitieron por televisión a escala global y, entre las imágenes perdurables, recuerdo la de los sprinters afroamericanos, Tommie Smith y John Carlos, medallistas de oro y bronce en 200 metros planos, erguidos en el podio olímpico, pero alzando los puños con guantes negros y, cabizbajos, mientras tocaban The Star Spangled Banner.

Fue una inolvidable protesta del Black Power por la violencia racial que sacudía a varias ciudades estadounidenses.  Aquel fue también el año de la Primavera de Praga y de las protestas en París que tenían un slogan fascinador en todos los idiomas y dialectos: “La Imaginación al Poder”.

Entonces, para un niño nicaragüense como yo, enterarse de aquellos conflictos, a través de la TV y la revista Time que llevaba mi padre a casa, suponía una nueva visión del mundo que comenzaba a mostrarseme con toda su crudeza. Smith y Carlos, me revelaron un contraste poderoso; victoria sin gloria; un nacionalismo que por razones profundas y ulteriores al deporte, puede desvanecerse.

Me enteré que el mundo era una mezcla de matices mucho más complicada de la que suponía y que, fuera de mi entorno en Managua, existía un mundo que reta al entendimiento.

Pero mi momento favorito de aquella Olimpiada mexicana, como lo fue también para millones de personas, fue la captura de la medalla de plata realizada por el sargento del ejército mexicano, José Pedraza, en la caminata de 20 kilómetros.

Creo que ese puede ser uno de los momentos más emotivos en la historia del deporte. Pedraza ingresó al Estadio Azteca en tercer puesto, persiguiendo febrilmente a dos rubios y espigados caminadores de la Unión Soviética. Más de 100.000 espectadores se pusieron de pie en asombro.

Faltaban solo 300 metros para la meta, cuando Pedraza, alentado por los gritos desde las tribunas, pasó al primero de los soviéticos y, al final, llegó de segundo,  solo por dos segundos de diferencia. Como se dice, el hombre la echó toda, pero no pudo.

Aquel drama en la pista me hizo admirar el valor recóndito del tiempo, del instante, de nuestra lucha constante, como seres humanos sin distinción de raza, contra el reloj. Dos segundos son una eternidad en términos de marcas olímpicas. Y todavía mucho más que eso.

Pedraza nunca se recuperó de aquel segundo puesto. Se convirtió en una celebridad mundial y su acto de heroismo ha servido de ejemplo a varias generaciones de atletas mexicanos, pero no fue campeón y eso le pesó horriblemente por el resto de su vida. Dicen que un día un coronel déspota lo echó preso por haber perdido el oro.

En 1972, en los XX Juegos Olimpicos de Munich, Alemania, mi asombro llegó a lo espeluznante. El grupo terrorista palestino Septiembre Negro secuestró a atletas israelíes en la Villa Olímpica, matando a 11 personas ante las propias narices del planeta.

A mi, en plena pubertad, aquello me marcó porque nunca logré llegar a simpatizar con la causa palestina. Quizás aquel acto brutal me bloqueó y llevó a mi alma a un estado de imposibilidad.

También, después de Munich, los Juegos Olímpicos se convirtieron a mi entender en los signos cardinales que marcan el rumbo y el estado del planeta.

Las Olimpiada de Montreal, Canadá, en 1976, transcurrió en el apogeo de la Unión Soviética como imperio. Estados Unidos quedó en tercer lugar en el medallero, detrás de la URSS y Alemania Oriental. De los 10 primeros puestos, solo EE.UU., Alemania Occidental y Japón no fueron países de la órbita soviética. Cuba quedó en un asombroso octavo puesto con medallas a granel en pista y campo y boxeo.

Me parecía que Occidente y que sus sociedades estaban en decadencia. Durante los próximos cuatro años esa impresión se acentuó, hasta los XXII Juegos Olímpicos en Moscú. El presidente Jimmy Carter ordenó un boicot y aquella no me pareció una gran decision, porque escondía cierta inseguridad ante el avance de las ideas socialistas en el mundo.

Cuatro años después, la URRS devolvió el favor y boicoteó las Olimpíadas en Los Angeles. Irán y Libia también lo hicieron. El espíritu olímpico, como el mundo en general, estaba en ascuas a causa de la polarización ideologica. El islamismo radical era un nuevo centro de tensiones y solo iba a empeorar.

En lo personal, me había casado y tenía un bebé maravilloso a mi lado. Trabajaba como periodista en el diario La Prensa de Managua y el mundo había entrado en el umbral de la globalización.

En 1988, las Olimpiadas de Seúl, Corea del Sur, tuvieron lugar en el otoño. Pero solo un año después de concluídas, los dos grandes poderes de la competencia, la URSS y Alemania Oriental, dejaron de existir como naciones. Mi segundo bebé, una niña muy linda y especial, tenía dos años.

Los XXV Juegos Olímpicos en Barcelona, España, fueron alucinantes. Un Equipo Unificado de ex estados soviéticos obtuvo el primer lugar de medallas, seguido de EE.UU. Por primera vez desde 1966, Alemania compitió unificada y tres exprovincias de Yugoslavia enviaron equipos separados.

Aquel era un mundo nuevo. Los “gringos” comenzaron a recobrar su protagonismo, lo cual quedó confirmado en las Olimpíadas de 1996 en Atlanta, donde fueron punteros y por amplio margen, sobre Rusia.

Y, otra vez, el espectro del terrorismo serpenteó entre los anillos olímpicos. El estallido de una bomba mató a dos personas e hirió a centenares. El autor del crimen fue un ex soldado de la 101 División Aerotransportada del ejército estadounidense, convertido en militante de ideas ultraconservadoras. Un año antes, en abril de 1995, otro complot doméstico había dejando una mortandad horrenda en un edificio federal de Oklahoma City.

En el 2000, en Sydney, Australia, los Estados Unidos repitieron en primer lugar, seguidos por Rusia y China, la superpotencia emergente, en tercer puesto.

En el 2004, en Atenas, Grecia, EE.UU. mantuvo su hegemonía en el medallero. China trepó al segundo puesto y relegó a Rusia al tercero.

Lo más impresionante de estos juegos fue la derrota del Dream Team de baloncesto. Los más poderosos jugadores del mundo fueron rebautizados como The Nightmare Team (El Equipo Pesadilla) porque apenas lograron la medalla de bronce. La globalización, incluso en el deporte, se veía complicada. El mito del Supermán yanki rodaba por el suelo.

Y, en el 2008 en Pekín, el asombroso poder económico de China, la nación que todo lo fabrica, se vió plasmado en una acumulación de medallas sin precedente.

Y es allí donde surge una duda que no he podido aclarar y que ejemplifica el desconcierto de esta época. Hay quienes están bajo la impresión que el primer puesto correspondió a EE.UU., el país con más medallas en total, siendo China la nación que acaparó más oro.

Siempre he creído que la primera posición es para el equipo más dorado, pero en algunos medalleros, depende del sitio que se consulte, se muestra a EE.UU. en primer lugar.

Percibo un ambiente de hegemonía frustrada en los esfuerzos olímpicos de mi país adoptivo, lo cual no deja de inquietarme.

Sin duda que los atletas norteamericanos en Londres constituyen no solo el contingente más apto y diverso para las competencias, sino también el más gracioso, el de mayor autoconfianza. Son americanos y están a la altura del momento. Pero en el mundo de hoy, quizás eso no es suficiente.

Hay presiones internas y externas que amenazan al gran imperio yanki y, por mucho que The Star Spangled Banner suene en el podio olímpico, el país vive en un estado de constante desafío.

En fin, tengo 44 años de vida olímpica y cada vez más me fascina como el mundo respira a través de este espectáculo y como, desde la ilusión de la humanidad en competencia, nos permite tocar sus venas y sentir su latido.

El Lebron que llevamos dentro

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No se puede intelectualizar al deporte. Cada vez que tratamos de hacerlo, desvirtuamos su naturaleza; baste con decir que es una vocación íntima del ser humano a la que muchos, en muchas partes, han convertido en un negocio a veces indecente.

Pero, indiscreciones aparte, el lunes desfiló victorioso por el centro de Miami el gran Lebron James, alma del equipo Miami Heat, campeón de la liga de baloncesto profesional de Estados Unidos, la NBA, que es quizás la federación deportiva más poderosa del mundo.

Solo para ponerlo en perspectiva, en julio próximo, 204 países o territorios enviarán atletas a los Juegos Olímpicos de Londres, pero la final de la NBA, en la que Miami derrotó a los Thunders de Oklahoma City, la vieron por televisión en 215 países o territorios. El comisionado de la liga, David Stern, cree probable que en los próximos 10 años se pueda contar con una división de cinco equipos en Europa.

Hace cuatro años, de visita en Pekín, ví con asombro como un poster gigante de Dwayne Wade y Shaquille O’Neal, campeones con el Heat en el 2006, cubría una de las fachadas de la arena de la ciudad.

Pero sobre lo que quiero dejar constancia en este blog, es lo curioso que resulta cómo uno viene a dar en la vida con algo como Lebron James.

Mi familia se estableció en Miami en 1988, el año que comenzó el calor del Miami Heat. La primera temporada fue deprimente, el peor récord en la historia de la NBA. Paliza tras paliza, descepción tran descepción.

Pero, pese a todo, el Heat me hacía muy feliz. Era como un bebé que tenía que empezar a andar y al que me ilusionaba ver progresar, paso a paso.

Como muchos inmigrantes, trabajaba muy duro para sostener a mi familia y frente al televisor aquel equipo bisoño era una franca diversión al final de mis largas jornadas laborales.

Digamos que me ganaba duramente el pan pero tenía un buen circo en casa, con un equipo local perdedor que, sin embargo, podía sentir mío y con el cual podíamos lamernos las heridas en confianza.

Vino el primer viaje a los playoff en 1991 y, dos años después, el primer récord ganador en una temporada 42-40. En 1995, contrataron al legendario coach Pat Riley, quien armó un nuevo conjunto en torno a Alonzo Morning. En 1996, ganamos por primera vez el título de la Conferencia Este y alcanzamos la segunda ronda del playoff. En 1999 obtuvimos el mejor récord del Atlántico.

Y así evolucionó el equipo, hasta que llegó Dwayne Wade en el 2003 y, al año siguiente, Shaquille, quien apenas desembarcó en Miami nos prometió un campeonato para esa misma temporada. No pudo cumplir su promesa hasta un año después, en el 2006.

El resto ya se sabe. Para el 2011 aparecieron los Tres Kings (James, Wade y Bosch) que, en una inaudita sesión de rap deportivo, pregonaron al mundo que silenciarían a todos sus rivales y que conquistarían cinco, seis, siete… no se cuántos campeonatos.

Por primera vez desconocí a mi equipo. Sentí como si después de estar casado por años con una humilde y virtuosa muchacha, me hubiese despertado al lado de una vieja repellada y prepotente.

El resto de Estados Unidos nos odiaba y con razón. Al final, los Mavericks de Dallas, con la eficiencia y humildad del alemán Dirk Nowitzki, hizo colapsar al equipo de Miami enredado en su grandeza.  Y justo allí es donde comenzó la historia de la coronación en el 2012.

La temporada de la NBA este año nos hizo vivir algo más allá del deporte. Nunca antes yo había visto a alguien querer algo tanto y esforzarse por ello hasta lo sobrehumano como Lebron James.

¿Mitológico?, muy probablemente.

¿Conmovedor?, sin duda.

James se entregó a la búsqueda del Trofeo Walter A. Brown de la NBA con una determinación épica igual a la de Frodo en Lord of the Rings. Fue épico y lírico.

Llegó a un punto en el que su voluntad y espíritu tuvieron que unirse para resolver su dilema. Recordemos que este es un atleta que, a los 16 años, siendo un prodigio del baloncesto colegial en Akron, Ohio, la revista Sports Illustrated‘ le dedicó una portada con el título: “The Chosen One” (El Escogido).

¿Lograría entonces esa fuerza de la naturaleza tomar el lugar que le estaba pre destinado, o sería para siempre otro rey sin corona más?

Lebron James logró la meta superior de su vida, no derrotando a sus rivales o a una opinion pública desfavorable sino que, sobre todo, superándose a sí mismo, rebasando las propias cumbres borrascosas de su ego.

Eso me conmueve, me impulsa a intelectualizar actitudes y emociones, pero al final prefiero dejar en paz al deporte, esa actitud íntima de nosotros los seres humanos que, como al sexo, a veces nosotros mismos prostituimos.